domingo, 30 de septiembre de 2018

LA CHATA


LR 11 – Radio Universidad – “CANTO EN AZUL Y BLANCO”
Micro Nº 89 – 30/09/2018
Con su licencia, paisano! Acomodado en la cocina grande, junto a la ventana para tener mejor luz, mientras gustamos un mate, vamos a ver si compartimos “Decires de la campaña”.

En los actuales tiempos del tradicionalismo, en que los desfiles han incorporado el tema de los carruajes, y cuando la recuperación de éstos ha tomado real importancia, al punto de llegarse a realizar desfiles exclusivamente de carruajes, vale la pena referirnos a “la chata”, esos vehículos gigantes que otrora cruzaran la pampa agraria, y que hoy llaman la atención por su tamaño y porte, lo mismo que acaloradas discusiones por su capacidad de carga.
En nuestra campaña, a esos grandes carros se los ha llamado simplemente “chata” o “chata de cajón” -con barandas por los cuatro costados-, para diferenciarla de la que no tiene barandas en los laterales, llamada “chata playa”, más chica y de menor capacidad de carga.
Su apogeo estuvo dado en la primera mitad del siglo pasado, ya que a partir de los años 40, poco a poco fue siendo desplazada por los camiones.
Las “chatas” eran carruajes de cuatro ruedas, las dos traseras, a veces de más de 3 mts. de diámetro, y las delanteras más o menos la mitad de las otras. Esto hacía que el plan de la caja, o sea el piso, estuviese a 1,80 o 2 mts. del suelo, lo que en la práctica permitía que al cruzar un arroyuelo, algún camino inundado, o grandes charcos, la carga no se mojase.
Las más grandes podían tener 7 metros de largo por un ancho variable del metro 40 a 1.60 lo que le da una superficie de 10 mts.2 aproximadamente; si bien no había uniformidad, sus barandales podían tener 2 mts. de alto coronados por una aleta, lo que permitía que la carga de bolsas, al sobrepasar la baranda y trabarse sobre la aleta, tuviese más anchura que la que brindaba el plan de la caja.
Según Don Mario Nochetto que fue del oficio, y por otros testimonios que él mismo reuniera, el promedio de bolsas que cargaba una de esas chatas con bolsas de 60 a 70 kgs., estaba en las 160 unidades, lo que arrojaba un peso de unos 10.500 kgs. Para dar un ejemplo más amplio, Don Eduardo Sabino López, de la zona de Sol de Mayo, partido de Navarro, a mediados de 1968, cincuenta años atrás, le contó a Don Luis Alberto Flores (el afamado soguero), que en su oficio de carrero, la vez que más cargó su “chata” fue con 264 bolsas de girasol. También contó que por jornada como mucho se andaban 4 leguas por buenos caminos.
Si bien puede haber diferencias o particularidades, la atada era más o menos, de la siguiente manera: 1 varero y 2 tronqueros, que una vez atados quedaban semitapados por el pescante; luego 1 cadenero (por lo general el mejor caballo), y a sus costados 2 balancineros; a veces, más adelantado iba 1 sobrecadenero. Tirando a la cincha de los grilletes de las ruedas delanteras, 4 animales más; a las ruedas grandes se ataban 1 o 2 laderos más, llamados “cuñeros”; cuando estos laderos no se usan, van atados a la culta junto a un caballo de andar.
Por los lugares donde se las fabricaba, algunas eran conocidas por “sampedrinas”, otras como “azuleras”, etc.
(Se ilustró con "La Última Chata" de Ricardo Lejarza, que se puede leer en el blog "Poesía Gauchesca y Nativista")

domingo, 23 de septiembre de 2018

DOMADOR


LR 11 – Radio Universidad – “CANTO EN AZUL Y BLANCO”
Micro Nº 88 – 23/09/2018
Con su licencia, paisano! Acomodado en la cocina grande, junto a la ventana para tener mejor luz, mientras gustamos un mate, vamos a ver si compartimos “Decires de la campaña”.
Hablábamos en el programa anterior del “pingo”, y para lograr éste es necesario un buen domador, y éste, el de domador ha sido en el campo de ayer un oficio prestigioso en la estancia criolla, y aún hoy sigue siendo una virtud de pocos, esa de sacar un buen “pingo”, que acredita al domador.
Decir domador, es referirse al que amansa un yeguarizo, el que lo domestica y lo hace caballo de andar.
En la primera mitad del Siglo pasado cuando toda la labor de campo aún se hacía a puro caballo, cada estancia tenía su domador, que por lo general amansaba dos tropillas por temporada, una para los caballos de la casa (patrón, hijos, mayordomo…) y otra para el trabajo de los mensuales.
Don Luis María Echegaray, en un esbozo de memorias que escribió por 1997 cuando ya tenía 76 años, recuerda que allá por 1933, su padre -que explotaba 33000 ha de campo de las estancias “La Larga” y “La Limpia”, en Pila-, le entregó a su domador Celedonio Irachet (de la zona de Dolores), 39 potros de entre 2 y 4 años para amansar 3 tropillas de 13 animales cada una, a las que éste después agregó 2 más, una de Santiago Rocca -de 14 caballos- y otra de 10 de Goyti, y al año y medio, entregó todo los animales corrientes y de freno.
Cuando agarraba los animales, procedía a desvasar y tusar con penacho, dejando las colas largas, abajo del jamón. Irachet se desempeñaba en todos estos trabajos con un ayudante.
Dice Echegaray que aunque los métodos podían ser más brutos que los actuales, se sacaban muy buenos caballos. Agreguemos que era el gusto de su padre que los animales se tirasen de la boca en el suelo, y así ocurría con el 80 por ciento de los potros agarrados; Irachet, particularmente seguía este método: Si el caballo era de cogote largo lo tiraba corriendo, y si era de cogote corto, en el suelo.
“Las riendas para domar -dice Ambrosio Althaparro recordando tiempos anteriores a 1940- nunca tenían presillas y recién cuando el redomón era corriente y se le iba a empezar a enfrenar, se usaban las riendas comunes, de prender en el freno o en el bocado de fierro”. En cuanto a éste dice que era “hecho de pabilo o de tiras de medias, siempre trenzado de cinco”.
Siendo que el caballo era fundamental en el trabajo de la vieja estancia, ‘la doma y el domador’ eran asuntos importantes y a tener en cuenta, a tal punto, que tanto D. Juan Manuel de Rosas como Don José Hernández, le prestaron atención en sus trabajos referidos al manejo de un establecimiento ganadero. Entre sus muchas consideraciones, dice éste último que “Al caballo que se está amansando se le dan dos galope por día, uno a la mañana temprano, y otro por la tarde”.
Si bien los tiempos han cambiado y el caballo ya no es tan indispensable en el trabajo, el domador sigue diciendo presente, gestando su prestigio con el mismo respeto que ayer lo hicieron sus mayores
(Ilustramos con "Domador" de Luis. L. Leglise, que se puede leer en el blog "Antología de Versos Camperos")

domingo, 9 de septiembre de 2018

PINGO


LR 11 – Radio Universidad – “CANTO EN AZUL Y BLANCO”
Micro Nº 87 – 09/09/2018
Con su licencia, paisano! Acomodado en la cocina grande, junto a la ventana para tener mejor luz, mientras gustamos un mate, vamos a ver si compartimos “Decires de la campaña”.

“Siempre un gaucho necesita / un pingo pa’ fiarle un pucho”, dice Fierro en ‘su libro’.
Y es que el caballo ha sido un elemento fundacional en la existencia del gaucho, y éste, a un buen animal, solía distinguirlo con esa expresión: “pingo”.
La palabra existe en el habla de la “madre patria”, pero con significados muy dispares al que le damos nosotros, por ej.: harapos, jirones que cuelgan, una vestimenta fea o que queda mal, una mujer promiscua…, recién en una 5ta. acepción agrega la expresión ‘flete’, y define “caballo de muy buenas cualidades”
Indudablemente en los países del sur de esta parte de América (Uruguay, Paraguay, Chile y Bolivia), “pingo” pasó a ser sinónimo de “caballo”. Curiosamente en el libro santafesino “El Caballo y el Recado”,  se trae la referencia que da Rafael Schiaffino en su trabajo “Guaranísmos. Ensayo Etimológico”, quién da a la voz “pingo” origen guaraní, derivándola de la palabra “pinu o ngo”, que él define como “caballo vivo, ligero”.
Lo cierto que en nuestra campaña, el solo decir “pingo” es señal que se está hablando de un caballo, pero éste no es un caballo cualquiera, sino, un animal superior que hace se lo defina con la voz “pingo”.
El ya citado en otras oportunidades “Diccionario del Lenguaje Argentino”, del año 1875, plena época del “Gaucho Martín Fierro”, recoge la palabra y la define: “Pingo: Caballo brioso, bueno para todo trabajo, caballo de paseo (…) y agrega: el caballo bueno y brioso, de linda forma y presencia”, y más o menos ese es el sentido que se le da en nuestro campo.
Quince años después, Daniel Granada, quien compilara el “Diccionario Rioplatense Razonado”, prácticamente coincide porque también dice: “Caballo vivo, ligero, de buenas cualidades”, y al mismo tiempo aclara que en Chile se refiere a un caballo ruín, todo lo opuesto a nuestro decir.
En nuestra campaña, aún hoy es una palabra vigente, y si entre dos paisanos actuales, conversando, uno dice “Qué pingo, hermano!”, sin más explicación el otro sabe que está hablando de un buen caballo, porque es una palabra elogiosa, ponderativa, que resalta cualidades y destaca.
De allí que al analizar las palabras y frases utilizadas en el “Martín Fierro”, Francisco Castro explica: “Caballo de muy buenas condiciones generales: de líneas armoniosas, ligero, guapo, fijo, de buena boca y buen andar”, justo lo que “siempre un gaucho necesita / un pingo pa’ fiarle un pucho”, como dijimos al principio.
Ilustramos con esta breve composición elogiando a un caballo en plena faena campera, que me pertenece y he titulado “Qué Pingazo!”, (Se puede leer en el blog "Poeta Gaucho")

domingo, 2 de septiembre de 2018

ESQUILA


LR 11 – Radio Universidad – “CANTO EN AZUL Y BLANCO”
Micro Nº 86 – 02/09/2018
Con su licencia, paisano! Acomodado en la cocina grande, junto a la ventana para tener mejor luz, mientras gustamos un mate, vamos a ver si compartimos “Decires de la campaña”.

En nuestra campaña han existido estancias dedicadas a la explotación bovina y otras a la ovejera, e inclusive han coexistido estancias con los dos tipos de emprendimientos.
La explotación ovejera dio lugar a una tarea anual que se encuadra en los grandes acontecimientos de la vida rural -aunque sin empardar a la yerra-, que es la “esquila”, o sea aquella ardua tarea de despojar de su lana a cada a cada animal, acaparando el estanciero ese “oro blanco” que es la lana que supo brindarle altos rendimientos económicos.
José Hernández tuvo presente el valor de esta explotación en su libro “Instrucción del Estanciero”, dedicándole un minucioso capítulo. Remarca por allí que la época de la “esquila” debe ubicarse entre el 1° de octubre y diciembre, procurando no adelantarse a septiembre aunque el mes pinte lindo, porque lo desparejo de su clima, lleva de pronto a encontrarse con días fríos, pudiendo, de haberse ya esquilado la majada, producirse una mortandad importante.
Dice Hernández sobre de la esquila: “Es una faena laboriosa y delicada, respecto de la cual debemos decir, ante todo, que debe ser presenciada por el mayordomo hasta en el más pequeño detalle (…). La esquila debe hacerse en el establecimiento principal, adonde llevan sucesivamente las majadas de los distintos puestos. Conviene esquilarse bajo galpón, pero donde no lo haya se esquila afuera, en el corral armado al efecto (…) poniéndose en el piso donde se hace la esquila, tablas, cueros, lonas o algo para evitar se ensucie la lana”.
Para realizar la “esquila” la estancia contrataba una ‘comparsa de esquiladores”, la que venía al mando de un patrón o capataz de comparsa. Este equipo de gente -al igual que los juntadores de maíz- se arreglaban con muy poco, armando campamento en algún galpón si lo había disponible, y a veces, hasta a la intemperie, permaneciendo en el mismo los días necesarios para terminar con todas las majadas.
La dicha comparsa podía tener “30 o 40 esquiladores -peones que manejaban las tijeras- dos o tres ‘agarradores’ y un ‘médico’ que, generalmente, era un viejo o un muchacho; se le daba este nombre, pues, cuando alguien lastimaba una oveja, cosa fácil si se tiene en cuenta la clase de trabajo, él se encargaba de curar la herida desinfectándola con una pincelada del remedio que llevaba preparado en un tacho”, según lo que cuenta Don Pedro Inchauspe.
Ventura R. Lynch, dejó testimonio de muchas de las cosas que vio allá por 1880 (música, danzas, pilchas, costumbres…), y coincidiendo con Hernández, nos habla que era muy común encontrar en aquellas comparsas, a mujeres esquiladoras que en nada envidiaban a los hombres.
El pago de la “esquila” se estipulaba a tanto por animal, pero en el momento de la ardua faena, no había monedas ni billetes, en cambio tallaban “las latas”, especie de seudomoneda confeccionada en material sin valor, a veces de cinc, recortadas a tijera, otras estampadas en fábricas con las iniciales del dueño o el nombre de la estancia. A medida que el esquilador iba terminando un animal, daba el grito de ¡lata!, reclamando ese pago, y avisando por lo tanto que esperaba otro lanudo.
(Se ilustró con "Milonga pa'l esquilador" de Carlos Luján, que se puede leer en el blog "Antología de Versos Camperos")