Corría un
invierno de 36 años atrás, y era yo un hombre de jóvenes 31 años, cuando en los
anaqueles de una librería de usados -uno de esos santuarios llamados “librería
de viejo”-, me encontré con un libro de 1939 titulado “Fogones” a cuyo autor,
llamado Alberto Da Rocha, desconocía.
En el marco de
silencio e introspección que dichas librerías ofrecen, comencé a hojear detenidamente
la obra, comprobando que sus cuentos eran gauchos, muy gauchos, y la cosa
comenzó a gustarme, sobre todo después de leer el prólogo con que el mismo
autor presenta el libro.
La intuición no
me defraudó, y disfruté su lectura, pero antes de hacerla, al inicio del
prólogo le estampé: “Este prólogo, que de por sí cobra dimensión de
argentinidad, merece un marco de filigranas de oro. ¡Ojalá mantenga el nivel
toda la obra!”.
Como ya dije:
disfruté su lectura y el descubrimiento de un autor, que lo encuentro al final
de sus días, radicado y muriendo en la ciudad de Magdalena, cabecera de mí pago
gaucho.
Se me ha
ocurrido ahora compartirlo con quienes visitan mis páginas
C.R.R.
Humilde, como su cuna, es este trabajo.
Chispitas de los fogones, que sin dejar apagar, plasmé en libro.
Pobres cuentos gauchos, de gauchos
pobres. Descripciones de su escenario que lo son los campos de la patria, con bambalinas naturales y
decoraciones de barro. Sus personajes, analfabetos.
Con dichos elementos, no se hacen
operas. Apenas sainetes, salpicados a veces por los dramas provocados por la
existencia obscura de sus actores; dramas de la vida de la chacra, que no vemos
porque sus aguas son turbias, o que no queremos ver porque presentimos hediondo
el limo de su fondo.
Estos dramas, pequeños e
intrascendentes, constituyen, sumados, el tremendo drama nacional que se
traduce en el atraso moral y material del nativo, distanciado de la
civilización, que lo cabrestea con un lazo de quinientos años de barbarie.
Es la tragedia del criollo, que
periódicamente forma parte de la sedienta caravana que abandona sus lares,
perdidas cosechas y ganados, porque no hay dinero para la búsqueda del agua,
este dinero que -más vil que el de Judas- sobra para suntuosidades.
El drama de la indiferencia ante los
problemas de la natalidad, de la propiedad de la tierra, del riego, de la
instrucción, y de la lucha contra el acridio, que conspiran contra la
perpetuación de una raza sana, noble y buena.
Pero esa raza, como el nopal, vive de la
nada, y donde no hay nada.
Se
ha disecado al criollo para buscarle defectos. Como muchos al nopal, solo le
ven las espinas. Pocos, el sabroso higo chumbo.
Se enrostra al paisano su falta de instrucción.
¿De quién es la culpa? ¿Existen los internados de campaña, única solución, hoy
por hoy, del problema del analfabetismo? Hay escuelas, es cierto. Pero escuelas
con maestros famélicos y alumnos hambrientos. Maestros que mientras les “silban
las tripas,” coreadas por las de sus alumnos, explican gravemente, que la nuestra,
es una de las naciones más ricas del orbe…
Se
engaña al criollo. Se tergiversa la historia. Hoy, ni sabe que él, y solo él,
hizo la patria. tampoco, cuánto ésta le debe.
Se le enseña que “tenemos” el deber de
ser la nación albergue de la resaca del mundo. Se le disimulan las caras
virtudes militares de nuestros héroes, haciéndolos aparecer como jesuitas predicadores
de cruzadas que nadie practica.
Continuemos el absurdo de hostigar
nuestras generaciones nativas. Si la patria lo llamara, nuevamente sembraría
los campos con sus huesos, que destrozarían después, los arados de un patrón
venido de Europa. Mas puede que un día, ante el peligro clamen, clamen auxilio
los embaucadores, y entonces, de los desiertos argentinos, solo el eco responda
a sus voces. Pero también, que alguien despierte al nativo de su marasmo, y
entonces veamos sus caballos, atados esta vez al obelisco, a guisa de palenque.
Si tal ocurriera, un macabro aplauso de huesos de próceres, recorrería la
patria.
Pido a Dios que en nuestra hora
inevitable, manos criollas nos asistan. Que aún haya ponchos para reclinar
nuestra cabeza. Que sean guitarras quienes nos entonen el requiescat.
Pidamos la dicha de que nuestra vida se
apague, sin que lo haga nunca el fogón patrio. Mantengamos sus fuegos. Pensemos
cómo los sabios e íntegros hombres de
Mayo, contemplaron el problema de las razas nativas. Hoy, sería interesante saber cuántos descendientes de soldados de nuestras gestas, tienen tierras en propiedad. También,
en qué situación se hallan los hijos de los “indios amigos”. Si dicho censo
se hiciera, las cifras hablarían de la injusticia cometida. Explotados y
engañados por seudo argentinos, los nativos están pasando a ser los extranjeros
en su tierra.
Pese a su inmensa desdicha, incomprendida
pero no ignorada, nuestro paisano tiene sus resplandores de ingenio -como una
vela que se extingue- dentro de temas monótonos, que giran alrededor de las
necesidades básicas del hombre: alimento, amor, trabajo.
Este, el de toda una vida que se inicia
en la pobreza y termina en la miseria…
Y en
el fondo de todo, el criollo, cimiento de la patria que tambaleará si éste
desaparece.
(los destacados
nos corresponden)
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