Cuando por 1875 se intentó el primer Diccionario de Argentinismos, se definió allí a “cimarrón”, como: “salvaje, silvestre; se califican así comúnmente los árboles y yerbas sin cultivo, o que se asemejan a las cultivadas, como ‘papa cimarrona’, ‘durazno cimarrón’, etc”. Poco después Daniel Granada ensayó otra definición: “animal montaraz o planta silvestre, en contraposición al doméstico o manso y a la que se cultiva en las huertas. Así se dice ‘perro cimarrón’, ‘vaca cimarrona’, ‘apio cimarrón’…”.
“La
voz corre en el país -dice
Abad de Santillán- desde fines del S.XVI.;
a principios del siguiente (1614) ya
aparece como calificativo de animales: ‘potro cimarrón’, ‘yegua cimarrona’.
Hacia fines del S. XVIII se aplicaba preferentemente a los ‘perros salvajes’ que llegaron a
constituir una verdadera plaga en las campañas, donde diezmaban al ganado”.
Según Walter Cazenave, de la UN de La
Pampa, “…en una fecha tan temprana como
1621, se registra la primera queja oficial realizada en estas latitudes
(por) vecinos de Buenos Aires…”, por
los perros que asolaban en la campaña.
“El
Vasco” Rubén Iriart, en revista “Inclusiones” de Monte Hermoso, trae a colación
un comentario del capellán Richard Walter que anduvo por las costas atlánticas
entre 1740 y 1744, quien en 1748 publicó una “relación” de su viaje alrededor
del globo, y cuenta que por 1742, en el extremo sur de lo que es la provincia
de Buenos Aires, encontraron “el país
lleno de caballos libres y de grandes perros que corrían en tropas por los
campos”.
Como mucho nos interesan las opiniones
añosas de gentes nuestras, bien vale citar lo que por 1884, en “Palmas y Ombúes” volcaba Alejandro
Magariños Cervantes, autor montevideano: “En
el Plata aplicase el adjetivo con característico significado al ‘perro salvaje’, oriundo de los que
trajeron los españoles, y que se propagaron de un modo asombroso, ahuyentando y
destruyendo los ganados, aterrorizando las poblaciones diseminadas en nuestras
vastas soledades”.
Como su origen radica en perros domésticos
silvestrados, no se ha podido identificar un tipología especial como para
definir a una raza, y algo de esto se aprecia en un comentario de Sáenz (h),
quien dice que por referencias de tíos y abuelos suyos, como así también de
viejo gauchos pobladores, “…el perro
cimarrón no ladraba nunca. Aullaba solamente y con mucha frecuencia; era
característica su gritería en las noches cálidas y tormentosas. Tampoco meneaba
la cola como signo de amistad… (…) Su
pelaje era bayo, aunque en Entre Ríos había algunos negros y de panza
amarilla., sus orejas eran erectas, como el aguará de grande. Su tamaño era de
la alzada de un perro policía alemán común,...”.
Otros los han descripto como que tenían
una talla similar a los dogos europeos, de hocico largo, orejas derechas; su
cuerpo flaco pero musculoso, de patas largas y fuertes, aptas para largas
correrías.
Y estas diferencias se deben según el
escritor Fernández Saldaña, a que los años “que
pudo durar su ciclo no fueron suficientes para que plasmara con caracteres
definidos”.
“Ya
en el S. XVIII -afirma
Don Carlos Moncaut en su libro “Pampas y Estancias”- los ‘perros cimarrones’ se expandieron en abundante colonias por los
pagos de la Magdalena, Matanza, Morón, Lobos, Guardia del Monte, Ranchos,
Luján, Areco, Pergamino, El Pilar, Monte Grande, Saladillo y Chascomús.
Merodeaban por las extendidas estancias de los Anchorena, en Ajó, Tordillo,
Pilar y Vecino, y se los vía muy frecuentemente por los ríos Samborombón y
Salado, como así también por todas las riberas de las lagunas encadenadas, y
hacia el sur, por las sierras del Tandil y de la Ventana, y particularmente por
los pajonales y bañados de la costa atlántica”.
Pero dicha plaga no fue privativa de
nuestra campaña y también en la vecina costa oriental del Plata la sufrieron,
por eso tomamos esta referencia de “Historia de la Ciudad y el Departamento de
Salto”, de César Miranda y Fernández Saldaña (1920), donde se lee: “Los perros criollos, flacos y ágiles se
atrevían con los jinetes que aventuraban travesías sin precauciones. Se solía
ver en pleno campo, misteriosos rodeos de hacienda sin percibirse quien pudiera
pararlos. Eran los ‘perros cimarrones’ que chicoteados por el hambre
acorralaban a los vacunos con ánimo de cazadores (…) baqueanos en una clase de
faena en que sus antepasados habían servido al hombre”.
Si bien no hay precisión, la desaparición
de esas inmensas jaurías, se da en las dos últimas décadas del Siglo 19, cuando
la estancia se alambra y comienza su modernización, y para cuyo patrón, los “perros
cimarrones” fueron un enemigo declarado.
La Plata, 30/04/2023
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