LR 11 – Radio
Universidad – “CANTO EN AZUL Y BLANCO”
Micro Nº 73 –
20/05/2018
Con su licencia,
paisano! Acomodado en la cocina grande, junto a la ventana para tener mejor
luz, mientras gustamos un mate, vamos a ver si compartimos “Decires de la campaña”.
Por lo dicho, nos vamos
a referir a una actividad que tiene una amplia difusión en la campaña
bonaerense y por supuesto en nuestras vecindades.
Parecería ser que la
voz tambo es la castellanización de
la expresión quechua “tanpu”, con la
que en el Imperio Incaico se denominaba a ciertas construcciones levantadas
cada 4, 5 o 6 leguas a la vera del Camino del Inca, en las que hacían alto los
chasquis y los funcionarios que inspeccionaban el Imperio; más allá del cobijo,
dicha edificaciones estaban provistas de todo tipo de alimentos para los
viajeros y para varios días. Quizás, quizás… la circunstancia de que el lugar
de ordeñe de las vacas daba alimentos para muchos, hizo que se lo campara con
aquellos albergues incaicos, y se los designara entonces, “tambo”.
Ya en la época de la
colonia y primeros años de la independencia, en los alrededores y suburbios de
la “Gran Aldea” (como se llamaba a Buenos Aires), existían los tambos que abastecían a la ciudad en
crecimiento, e inclusive, había quienes caminaban con un lote de vacas mansas,
y cumplían el pedido de la vecina que solicitaba el sabroso alimento,
procediendo a ordeñar en el instante, brindando el producto al pie de la vaca.
Otros cargaban un par de tarros como árganas en el recado, introduciéndose al
pueblo y vendiendo desde el lomo de su montado, los litros que se le requerían.
Todos aquellos
tamberos, eran tipos criollos, y así continuó hasta aproximadamente 1875 -según
lo apuntado por Horacio Giberti en su “Historia de la Ganadería Argentina”-, cuando
la inmigración vasca fue dedicándose cada vez más a esa tarea, al punto que no
mucho después ya no había criollos ejerciendo la tarea del tambo, y esto no es invento nuestro pues está referido en la
Revista Anales de la Sociedad Rural Argentina del año 1884.
Antes, en las
proximidades de Buenos Aires o pueblos más o menos vecinos, existían tambos de emprendedores británicos cuya
producción lechera se volcaba íntegramente a la producción de manteca, cuya
elaboración tenía muy buena reputación.
En el último cuarto del
Siglo 19, las estancias solo tenían alguna vaca que se ordeñaba para las
necesidades de la casa principal, y lo mismo pasaba en aquellos puestos en que
sus ocupantes deseaban contar con ese complemento alimentario. De esta
circunstancia surgió la apreciación que los terneros de las vacas lecheras se
criaban más mansos y lograban un mayor engorde que los criados a campo en los
rodeos, que eran más cimarrones y de menor carnadura.
Como consecuencia,
algunos puestos se transformaron en tambos
y aparecieron las cremerías que elaboraban el producido diario.
En 1898, el Ing.
Francisco Seguí -a la sazón diputado- informaba que en Cañuelas, en la Estancia
“San Martín”, entre las 4000 vacas que se ordeñaban había mayoría de Shorthorn,
las que rendían un promedio de 6 a 8 litros por animal.
El emprendedor vasco Ramón
Santamarina en una de sus estancias de Tandil, tenía 3000 animales repartidos
en 24 tambos, esto hacia 1902; con
esa producción se elaboraba crema, la que luego se remitía a la fábrica “La
Tandilera”, en la que también se centralizaba el producido de otros doce
productores, dando esto una idea de cómo ya a principios del pasado siglo, el tambo se iba transformado en el primer
paso de una industria que modificaría el mapa de la explotación ganadera en
nuestra campaña.
Por entonces, las
grandes distancias y las difíciles comunicaciones, hacían que la leche no se
distribuyese para el consumo como tal, sino que toda la producción se volcaba a
la elaboración de mantecas y cremas
Aquellos tambos de antaño se llevaban a cabo en
grandes corrales con el cielo por techo, donde, en un corral más chico -muchas
veces denominado “chiquero”-, pasaban la noche los terneros, que, alta aún la
luna, al iniciarse la faena -que era encarada por varios ordeñadores con el
banco de una pata atado a las cintura-, iban siendo soltados de a uno por el
“apoyador”, que al oír el grito de “¡vaca!” dejaba salir un ternero el que rápidamente
ubicaba a su madre, y tras unos furiosos chupeteos a la ubre repleta, era
sujetado por dicho peón a la mano opuesta de la vaca, en que el ordeñador
iniciaba su trabajo. Reinaba allí y por lago rato el rítmico sonar de los
chorros, y el exigente grito de “¡vaca!”.
El crecimiento de dicha
industria hizo que el primer paso fuera construir los corrales bajo tinglados,
luego a éstos se les hizo piso cuestión de poder valdearlos, llegándose
finalmente a los “tambos mecánicos” con un motón de comodidades para animales y
tamberos, y una destacable higiene.
Sirva lo aquí resumido,
como un homenaje a mi abuelo Desiderio Espinel, que tuvo tambo de corral a cielo abierto, hasta el año 1974.
Le ponemos a esta
página un broche de oro, con la lectura los versos del poeta de Cañuelas,
Néstor Enzo Mori, titulados “La Familia del Tambo”. (Se puede leer en el blog "Antología del Verso Campero")
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