LR 11 – Radio Universidad – “CANTO EN AZUL Y
BLANCO”
Micro Nº 79 – 15/07/2018
Con su licencia, paisano! Acomodado en la cocina grande,
junto a la ventana para tener mejor luz, mientras gustamos un mate, vamos a ver
si compartimos “Decires de la campaña”.
En la “Patria Vieja”, en nuestra campaña pampeana, sufrir
un accidente o padecer alguna enfermedad complicada, era para el afectado,
enfrentar una realidad muy delicada, ya que las distancias eran muy grandes, y
en las incipientes poblaciones que comenzaban a erigirse, era muy raro que se
hubiese establecido un profesional de la medicina; muchas veces, si existía una
farmacia -o botica, como entonces se decía-, su encargado ‘el boticario’, en
base a los conocimientos farmacológicos podía arriesgar un dictamen médico y
recetar alguna medicina apropiada.
Pero en el campo propiamente, no quedaba otra que recurrir
a los conocimientos de algún “güesero”
en el caso de quebraduras o sacadas, a una “comadrona” para ayudar en algún alumbramiento, y a un “curandero o culandrero” (hombre o mujer), para problemas generales de salud.
En el caso de las quebraduras de cadera, las más de las
veces el accidentado, a pesar de los esfuerzos del “güesero”, quedaba “baldado” como se decía, o sea: imposibilitado
para moverse con normalidad, o para mover alguno de sus miembros.
El especialista uruguayo en estos temas, Idelfonso Pereda
Valdés, supone que “…en cada paisano hay
un curandero nato…” porque todos son conocedores de las virtudes de los
yuyos o plantas de su entorno. Por eso enfáticamente escribe: “El curandero aplica su inagotable
experiencia en el conocimiento de las plantas y de los productos del reino
animal para la curación de las enfermedades corporales. Es un médico del cuerpo
que cura con yuyos o pomadas (ungüentos)…”.
Esto lo expone en su libro “Magos y Curanderos” de 1968.
El mismo “curandero”
-siempre hombre o mujer-, tanto cura personas como animales, y no siempre sus
curas son te, tizanas o emplastos, ya que muchas veces realiza “curas de
palabra”, a veces sin ver ni conocer al paciente, tan solo tomando contacto con
alguna prenda del uso habitual del enfermo, y muchas veces curando vacunos o
yeguarizos abichados, solo con el pelo del animal y el nombre del dueño.
La gran mayoría de estos “curanderos” y “curanderas”,
nunca buscan una reparación económica por sus servicios, recibiendo sí, muchas
veces a modos de estipendio: una yunta de pollos, una gallina, una ristra de
chorizos, un corderito, o lo que se le podía obsequiar de acuerdo a los
“posibles” del enfermo.
Hubo personajes que trascendieron su pago y su tiempo, como
la “médica del pabilo”, a la que -nos cuenta Ambrosio Juan Althaparro- nunca jamás
se le dijo “curandera” ni “manosanta” diferenciándose de todos los demás,
porque solo recetaba pabilos que previamente habían sido humedecidos por su
saliva, los que debían ponerse sobre el lugar del cuerpo afectado por la enfermedad,
razón por la cual muchas veces ni veía ni conocía a los enfermos, pues alguien
se apersonaba en su rancho para solicitar dicha pócima que posteriormente se
aplicaba al afectado.
A la ya citada “cura de palabra”, podemos agregar la de
“dar vuelta la pisada”, practicada por algunos “curanderos” con cristianos y animales. La parte visible consistía, con
un cuchillo, en recortar en la tierra, la marca del pie, y levantándola entera
con el cuchillo de plano, volverla a depositar -fuera de la vista del enfermo- del
revés, mientras se pronuncian unas palabras u oración solo conocida por el
sanador.
Con una anécdota, vamos cerrando el tema. Debe haber sido
entre 1958 y 1960, tenía unos 6 u 8 años y un dolor de muelas tremendo; buscar
un profesional insumía ir a Magdalena o a La Plata, a cualquiera de esos
destinos, 5 leguas. Fue entonces cuando mis abuelos decidieron llevarme a la
Estancia de Blas Solari, y pedir la mediación de un peón llamado Silvio López. Despúes
de los saludos de rigor, “Tata” le contó a Don Blas a lo que íbamos, y este
entonces lo llamó a López, quien después de los saludos pidió que lo
acompañáramos al corral del tambo; buscó allí un lugar en que la tierra no
estuviera muy seca donde me hizo apoyar el pie, y sacando la cuchilla que
llevaba en la cintura, recortó la forma del pie levantándolo, despidiéndose de
nosotros. ¿A dónde fue… qué hizo…?, un misterio que solo él conoce. Lo cierto
que para el próximo fin de semana, ansioso fui hasta la tranquera del camino a
recibir a mis padres, para contarles lo ocurrido, y decirles que la muela se
había caído en pedazos.
No estamos haciendo apología de lo ilegal… simplemente
contando cosas de la vida real.
Hablan ahora los versos que escribió Don Elías Chucair,
ambientados en su Río Negro natal, titulados simplemente “Curandero”: (Se puede leer en el blog "Poesía Gauchesca y Nativista")
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