LR 11 – Radio
Universidad – “CANTO EN AZUL Y BLANCO”
Micro Nº 90 –14/10/2018
Con su licencia,
paisano! Acomodado en la cocina grande, junto a la ventana para tener mejor
luz, mientras gustamos un mate, vamos a ver si compartimos “Decires de la campaña”.
Junto a la estancia cimarrona, la
pulpería: “Antes que nadie ganó el desierto, plantando los cuatro palos de
su rancho”, tal lo que sentenciara Don Carlos Moncaut, y a medida que la
frontera se iba corriendo a los campos de pa’juera, hacia allá iba ese pionero
y precario boliche de campo.
A medida que la civilización
blanca ganaba lugar y se iban formando pueblos, se generalizó el
establecimiento de importantes almacenes de campo, que por lo variado de su
surtido pasaron a llamarse “Almacén de Ramos Generales” o simplemente “Ramos Generales”.
Estos almacenes, ocupaban por lo
general una esquina del pueblo, con un amplio terreno; y si bien solían estar
sobre algún camino principal que entraba al lugar, no faltaron casos en que se
establecieron en la zona principal de la población, o mejor dicho: un sitio, en
el que el crecimiento de la localidad lo fue envolviendo, dejándolo adentro del
pueblo.
Las edificaciones, de buena
mampostería, constaban de un amplio salón, con estanterías sobre las paredes
que se estiraban hasta el cielorraso; un largo mostrador poblado en parte por
los más diversos elementos, separaba el lugar de trabajo de patrones,
dependientes y empleados, de aquel por el que circulaban los clientes entre
cantidad de materiales que allí se estivaban o se amontonaban: tercios de
yerbas, barricas de vino, rollos de alambre, atados de bolsas de arpillera,
etc, etc.
En el terreno posterior o
lateral, con un gran portón de entrada que daba a la calle, estaba el lugar
destinado a los caballos con que se ataban a una chata playa, o un gran carro con
barandas, con los que se hacían los repartos de los productos que los clientes
compraban contra la entrega en el campo.
En un extremo de ese largo
mostrador, forrado de cinc, se asentaba ‘el despacho de bebidas’, a veces, con
un tabique de madera liviana que lo separaba del resto del ámbito, donde debían
movilizarse hombres y mujeres con niños, en actividad de compra.
Los almacenes más prósperos
agregaban a todo lo enumerado, un gran galpón o barraca, en el que se acopiaban
‘los frutos del país’, que unas veces compraba el dueño del negocio, y en
otras, recibía como parte de pago por mercaderías que a lo largo de un año o
dos había estado proveyendo a un cliente acreditado, que tras una buena zafra
de esquila o una cosecha, saldaba su deuda con parte de lo producido.
A la vez, cada tanto, con sus
propios vehículos remitían a barracas porteñas, todo lo acopiado tras largos
meses. Estas iniciativas comerciales, enriquecieron a muchos almaceneros, que invertían
sus ganancias en la compra de campos, transformándose además, en estanciero.
Si bien en los pueblos de la
campaña aún persiste la existencia de algún “Ramos Generales”, su momento de esplendor se vivió (por fijar
caprichosamente un período), entre 1880 y 1950.
(Se ilustró con las décimas de "Rasmos Generales" del poeta Darío Lemos)
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