Un joven Roberto en su primera estada entre nosotros |
Ochenta años atrás, el 20 de marzo de
1936, de una repentina neumonía moría en su habitación de pasajero del Hotel
Plaza de la ciudad de Buenos Aires, el “gaucho escocés” D. Robert Bontine
Cunninghame Graham, o más llanamente entre nosotros “Don Roberto”. Pocos días
antes había regresado a las tierras del Plata, con dos motivos latentes:
visitar la casa donde naciera y pasara la infancia su gran amigo, Don Guillermo
Hudson (que había fallecido 14 años antes), y conocer los famosos “Gato” y
“Mancha”, sus admirados caballitos criollos, con los que su también amigo Aime
Tschiffely, había unido las Américas a uña de caballo.
Pudo cumplir el primero de sus deseos, y
así fue que visitó en Florencio Varela el predio de “Los 25 Ombúes” y conoció
el Museo en que se convirtió la casa original que habitara Hudson. Pero no pudo
cumplir con el segundo, como que a los 84 años, sin previo aviso, lo sorprendió
la muerte antes que emprendiese viaje hacia “El Cardal” de Solanet, en
Ayacucho, para poder allí palmear a los nobles pingos que lo maravillaran con
su hazaña.
Eso sí, cuando sus restos fueron
trasladados en solemne caravana hacia el puerto porteño para emprender el viaje
final a su natal Escocia, “Gato” y “Mancha” escoltaron al coche fúnebre que lo
transportaba.
Antes de emprender el viaje que lo
volvería al Plata, se había preocupado por carta, por conocer el estado de
ambos caballos, preguntando como pasaban sus días, como los alimentaban, si
estaban protegidos…, y cuando le informaron que desarrollaban su ahora
descansada vida en el parque del casco de la estancia, y de las “comodidades”
con que contaban, recién quedó tranquilo. Él, como especialísimo presente, les
traía en una bolsita de seda bordada, unos puñados de avena de su patria escocesa.
Le apasionó la aventura, el viajar a
lugares desconocidos y saber de otras culturas; le apasionó la política, campo
en el que a pesar de su “sangre noble” abrazó los ideales socialistas y del
nacionalismo escocés, bregando por la educación pública y la jornada laboral de
8 horas (todo un adelantado!). Pero más le apasionaron los caballos, y dentro
de estos sus predilecciones estuvieron puestas en los caballos criollos.
Casualmente, poco antes de su deceso, le
había contado a un periodista: “…hemos
fundado la Asociación de Criadores de Caballos Criollos para proteger a este
noble y simpático animal, echado a perder y en camino de su desaparición por el
mestizaje. Con el mestizaje gana el caballito en pinta y rapidez; pierde en
resistencia. El mestizo no sirve para los rodeos y las faenas generales de la
estancia…”. (Dubini)
Este “gaucho escocés”, especialísimo y
culto personaje, fue descripto por Solari Yrigoyen de la siguiente manera: “De escuálida figura, pose varonil sin
ninguna similitud con lo amanerado, cabeza proporcionada con espesa cabellera
que conservó en buena porción hasta sus últimos años; de frente ancha cuyas
líneas se extendían hasta el mentón fino y anguloso, cubierta en su edad madura por una barba triangular. Su
estampa arquitectural gótica, era propia del modelo de un Greco y de figurar
entre las fisonomías de “El Entierro del Conde de Orgaz”.
Casi podría afirmar que la primera
noticia sobre “trapalanda” la tuve leyendo a Don Roberto; la idea de ese
idílico “cielo de los caballos”, conformado por una interminable llanura con
abundantes pasturas, me caló hondo, al punto que la he tomado como “propia”, y
suelo usarla o referirme a ella con frecuencia. Pero que mejor que leer lo que
el mismo escribiera referido a como se compone ese cielo de: “…praderas en las que el pasto no se
marchita y los arroyos no se secan nunca (donde los caballos ambularán a su
antojo) liberados de la montura y sin
ninguna espuela cruel que los apure.”. El paraíso de los caballos.
Fueron sus padres Anne Elizabet Fleeming
y William Bontine, quienes tuvieron otros dos hijos: Charles (1853) y Malise
Archibal (1860). Roberto había nacido en Londres el 24/05/1852.
La existencia de una abuela española que
solía narrarles historias y aventuras en tierras de América, le allanó el
conocimiento de la lengua y le despertó la curiosidad.
Llegó a estas playas del Plata por
primera vez, en el navío “Patagonia”, hacia junio de 1870 con jóvenes 18 años,
a raíz de que a su familia le interesó se ocupara en algo positivo y lo apoyó
para que se asociara con los hermanos Edward y James Ogilvy, para hacer
producir una estancia en la provincia de Entre Ríos, que aquellos ya tenían
arrendada.
Su etapa vinculada a Argentina, Uruguay,
Paraguay y Brasil, finaliza en 1883 cuando regresa a Inglaterra para ocuparse
de cuestiones familiares y comenzar con su participación en la política, y
posteriormente su actividad de escritor. Pero no fueron trece años de
residencia permanente en la región, ya que en el medio hubo muchos regresos a
Europa, entre ellos, el que en 1878 lo tiene contrayendo enlace en un registro
civil de Londres, con la joven Gabriela de la Balmondiere de solo 18 años; tiene
él 26.
Ninguno de sus emprendimientos
comerciales en estas tierras terminó exitosamente si lo miramos desde el
aspecto económico, pero todos fueron exitosos vistos desde la experiencia de
vida y la aventura.
Por 1877 compra en poca plata la
“Estancia Sauce Chico” en el sur bonaerense, ya que había sido devastada por
un malón. Por entonces la región estaba prácticamente bajo el dominio aborigen,
y a pesar que encara la difícil tarea con todo su empuje, no logra el anhelo de
poblar, y debe escapar junto a dos compañeros buscando poner distancia con los
indios. Llegan a la zona de la actual Mar del Plata, y de allí, bordeando la costa, logran orientarse para llegar a Buenos Aires. Esto me hace
pensar que en su derrotero debieron cruzar por mis viejos pagos de la
Magdalena.
Resumimos su amor por los caballos, con
dos anécdotas. La primera la refiere Sáenz (h), y habla del caballo “El Blanco”
que tuviera de su silla en Paraguay por 1873: “Sí que El Blanco era el tipo acabado del pingo criollo. Era gran
nadador y para el lazo y todo trabajo del campo era muy superior. Una señora,
hace poco, al hojear “Retrato de un Dictador” me preguntó: -¿Dónde está El Blanco? -No sé, de fijo en Trapalanda, sin
duda, pero no estoy seguro en que potrero celestial. Pero, de una cosa estoy
bien seguro: donde quiera que esté me espera. La buena señora abrió los ojos y
dijo: -¿Cómo sabe Ud.? Le dije: por un telégrafo sin hilos que me suministra el
Ministro de Correos de Trapalanda. De seguro la buena señora me tomó por loco…
¡Y yo, contentísimo…!”.
La otra, quizás más conocida, es la que
relata cuando hacia 1885 aproximadamente, en un viaje que hiciera a Glasgow,
encuentra atado a un tranvía y bastante indócil en los tiros, a un oscuro
estrella blanca que reconoce como de la Estancia “Curumalán” de Eduardo Casey,
al ver la E y la C entrelazada que conformaban la marca. Había pasado por la
misma en viaje a Bahía Blanca, y como los gauchos de entonces grabó en su mente
el dibujo del fierro. Enseguida ofrece al conductor, comprarlo, y la compañía
no duda en vendérselo. De ahí en más y por muchos años será el caballo de su
silla, al que bautiza “Pampa” y al que dedica en 1930 su libro “Los Caballos de
la Conquista”. Tschiffely, su biógrafo, recordará que ese caballo fue “uno de
los orgullos y de las alegrías de su vida”.
Aunque no se consideraba un escritor
profesional, el crítico Herbert Faulkner West, opinó que “escribía con la
naturalidad y felicidad con que andaba a caballo”. Acabada definición.
En sus variados escritos siempre encontró
la excusa para referirse a los caballos, y así supo explayarse “…junto al caballo crecieron los hijos de
los conquistadores. Ambos crecieron como si hubieran sido una sola carne y
formaron una raza de centauros, siendo sus vidas tan inseparables que era
difícil decir, cuando se desplazaban a través de las llanuras, donde terminaba
el hombre y donde empezaba el caballo”. Y podemos admitir que remata, al
publicar “Los Caballos de la Conquista”, con el siguiente pensamiento: “Yo, que como Hudson he montado cientos o
quizás miles de caballos descendientes de los que pertenecieron a los
conquistadores, he escrito este libro por gratitud”.
Sin duda que la vida lo trajo a morir a
las tierras del Plata, porque como afirmó Sáenz (h), “sé que para él era uno de
sus más legítimos orgullo, la vida de gaucho que durante varios años llevara…”
entre nosotros, donde hizo público que había pasado los años más felices de su
vida, por lo que estaba seguro que de volver a vivir, sería gaucho.
Cuando sus restos llegaron a Escocia,
fueron sepultados en la Isla Inchmahome (Isla de los Descansos), donde ya
reposaba su esposa. Allí, en su lápida, en lugar del escudo de nobleza de su
familia, se grabó el dibujo de la marca de hacienda que registrara en
Gualeguaychú en el inicio de su vida gaucha.
Todo un símbolo de este noble distinto
que tanto se acriolló, que su título más preciado sería sin duda este que ahora
le ofrecemos de “Señor de Trapalanda”,
porque no dudamos se cumplió aquel deseo: “No
permita Dios que vaya a un cielo donde no haya caballos”.
Buscando de ponerle a este recuerdo un paisano
broche, nos parece oportuno ofrecerle a los lectores, el rescate de un casi
desconocido poema que evoca a nuestro personaje, y que tomamos de una Revista
Raza Criolla de hace 55 años.
DON ROBERTO, EL RESERO
Señor
de airón con divisa
y
estandarte medieval
en
castillo con almenas
y
torre de homenajear,
y
con pátinas de siglos
sobre
el arco del portal,
marcando
cuatro cuarteles
el escudo familiar…
el escudo familiar…
Patrón
de estancia en la pampa,
fogón
y puerta imparcial
donde
a nadie se pregunta
quién
es, ni hacia dónde va…
Patrón
de estancia con foso
y
mangrullo para otear
y
con su marca estampada
sobre
el arco del portal…
Señor
de mano pulida
luciendo
en el anular
la
sortija hereditaria
de
reyecía feudal…
Mano
de hombre de a caballo
la
que saluda cordial,
la
manija del rebenque
suspendida
en el pulgar.
Jinete
de sangre pura
galopando
en Hyde Park,
o
resero de novillos
sobre
su criollo alazán,
desde
el chambergo a la espuela
y
de la espuela al pretal,
prestancia
de señorío
y
arrogancia gaucha al par.
Bien
haya tu pecho amigo
que
también supo acordar
guitarra
de payadores
con
los gaiteros del “clan”,
el
“kilt” de los escoceses
y
el flotante chiripá,
el
“che” de la tierra nuestra
con
el Mac de los Highlands…
bien
haya tu nombre hermano,
que
grabado debe estar
en
algún mate de plata
o
en la hoja de un puñal…
O
bien tu golilla blanca
con
la discreta inicial
de
quien lo bordó en realce
“nunca
te podré olvidar”…
Y
así como allá en la pampa,
tras
el duro trajinar
descansabas
en tu poncho,
tendido
en el gramillar,
tal
quisiste Don Roberto,
dormir
en la eternidad,
reclinada
tu cabeza
en
tu poncho balandrán…
Patrón
del castillo Ardoch,
tropero
de sangre real,
príncipe
de poncho al viento
y
el redomón alazán…
Sobre
tu tumba en Escocia,
no
me habría de asombrar
que
hiciera nido un hornero
y
que cantara un zorzal…
Versos
de Bartolomé
Gutiérrez
La Plata, 17 de Junio de 2016
BIBLIOGRAFÍA
BÁSICA
+
Los caballos, la gran pasión de Don Roberto, por Luis Dubini – Revista El
Caballos N° 82 (11/1950)
+
Algo más sobre Don Roberto B. Cunninghame Graham, por Justo P. Sáenz (h) –
Revista Raza Criolla N° 33 (7/1952)
+
Semblanza de un criollo inglés, por Edelmiro Solari Yrigoyen – Revista Raza
Criolla N° 36 (8/1954)
+
Recordando a sir Roberto Cuninghame Graham, por Raúl H. Freire – Revista Raza
Criolla N° 50 (6/1961)
+
El Escocés Errante – Vida de R. B. Cunninghame Graham, por Alicia Jurado –
(2da. Edición, 2001)
(Publicado en www.eltradicional el 7/09/2016)
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