viernes, 15 de marzo de 2013

MIGUEL DOMINGO ETCHEBARNE - Un Poeta Mayúsculo


La primera vez que intenté la evocación de un poeta para un medio periodístico, fue allá por julio de 1982 y el evocado, Miguel D. Etchebarne. ¿Por qué? Porque su libro “Campo de Buenos Aires” había ganado mis afectos.
Con Etchebarne pasa un hecho curioso; hay una “militancia” distinta a la de los otros poetas que abordan “el gauchesco”. Él es un académico; ha egresado con Medalla de Honor, de la Facultad de Filosofía y Letras, y como tal, en carácter de profesor ejerce en distintos niveles de la enseñanza, incluido el universitario. Pero… su crianza en el medio rural lo ha marcado; su permanencia en él hasta el inicio de los estudios secundarios le ha infundido vibraciones telúricas; el contacto con personajes cuasi gauchos le ha mostrado otro modo de vida, una filosofía, un encadenamiento de usos y costumbres que lo ha deslumbrado. Por todo esto y no por otra cosa es que su primer esbozo poético se titula “Destino Gaucho”. Por todo esto también que ya escritor con libros publicados, se lo puede adscribir dentro de lo que León Benarós llamó “La Generación Del 40”, al grupo que se identificaba con “el adentrismo”, aquellos “poetas que reflejan el amor a la tierra y al paisaje nativo en un tono de emoción casi sofrenada, evidenciando una poesía de raigambre nacional”.
Si hay un hombre a quien no se puede poner en duda su saber criollo, ese fue Don Justo P. Sáenz (h), y éste, en su novela “Los Crotos”, le hace decir al personaje central, Felipe Ubiedo, mientras lo ubica leyendo versos: “…esos magníficos poemas de Etchebarne (…) ¡Qué hombre que dominaba y sentía la campaña porteña!”.
Como poeta gaucho no adhiere al uso lingüístico del modo gaucho; “escribe en el correcto modo del hablar argentino, y de ese difícil desafío sale airoso, quedando muy bien parado en razón de un verso de nivel poético, matizado de acertadas y precisas descripciones de lugares, personajes, tareas y costumbres propias del hombre de la campaña bonaerense. Y sabemos que si a veces resulta difícil hacer creíble el verso criollo en la expresión campera, más aún lo es, al intentarlo en lenguaje culto, ya que la idea principal puede quedar a mitad de camino -en lo que a realismo de escena se refiere-, con la utilización de correctas expresiones gramaticales. Lograr el fin deseado, es precisamente condición de gran poeta. ¡Y Etchebarne lo logra!”.
Normalmente, quienes enfocan “lo gaucho” desde el estilo llamado “nativista”, escriben desde afuera, como observadores, describiendo lo que contemplan, no comprometiéndose con la acción ni la primera persona; y aunque pueden escribir buenos versos, no logran “sonar” auténticos. ¡Sí lo consigue Etchebarne!, quien a pesar de su estilo culto, resulta verdaderamente campero, de allí la aceptación entre el paisanaje. ¡Qué mérito!

BIOGRAFÍA
 Poco se conoce de su vida, fue un escritor de muy bajo perfil; pero tanto León Benarós en su tradicional columna en la Revista Todo es Historia, como Carlos A. Moncaut en su libro “Estancias Viejas”, publicaron una desconocida -o muy poco conocida- página autobiográfica, muy ilustrativa, que tentados, transcribimos nosotros también, a continuación:
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“Nací el 29 de enero de 1915 en Tigre, donde también han nacido mi padre y mi madre. Cuando tenía un año ellos se radicaron en el campo, cumpliendo un lejano anhelo. Así, pues, levantaron casa y plantaron monte cerca de la estación San Eladio, del Ferrocarril Central Gran Buenos Aires, partido de Mercedes. Allí corrieron los primeros años de mi infancia, solo en el invierno, hasta que mi hermana, que fue siempre el mejor de mis amigos, pudo compartir mis juegos. En verano, casi siempre teníamos la compañía de los primos. De todo aquello evoco, en ráfagas, algunos acontecimientos. Uno, muy vivo, el de la tarde en que mi madre se rompió u brazo y tuvieron que llevarla a Mercedes, de noche y con malos caminos, en una volanta tirada
por cuatro caballos. Recuerdo que nos quedamos acongojados y que un peón viejo que nos cuidaba nos hizo unos sables de madera. Le agradezco, a través del tiempo, el consuelo.
Cuando tenía siete años, dejamos San Eladio para instalarnos en el partido de Magdalena, zona de campos largos, donde todavía se salva el paisano frente a la soledad y lejanía. Allí comienza, desde la llegada, la época más dichosa de mi infancia. Vivimos en una casa grande, oculta en un monte de plantas añosas. El campo, quebrado y virgen, estaba cruzado de arroyos que corrían mansamente en verano y se desbordaban de invierno. Aún los veo platear a lo lejos, después de las lluvias.
Allí tuve un perro negro cuyo nombre siempre evocamos en nuestras charlas, un rifle del 9 y un petizo colorado, que todavía vive, gordo y bichoco, pero aún con mañas.
De ahí datan, también, mis primeros recuerdos literarios. El primero, de “Los Caranchos de La Florida”, de Benito Lynch, que oí leer en voz alta; después el de “Amalia”, de José Mármol, que leí por mi cuenta, a los nueve años. Mi madre me enseñó las primeras letras y me transmitió su amor por la naturaleza. Mi padre, su afición por el campo; los dos, el cariño intenso por las cosas, por su presente, y su historia.
Más tarde tuvimos una maestra particular y exámenes de fin de año en Buenos Aires. Aquellos viajes influían notablemente en mi espíritu. Sentía en la ciudad una sensación de angustia. La gente me desconcertaba con su seguridad y rapidez para todo. Aún me ocurre algo de eso. Me ha quedado para siempre el ritmo tranquilo y sosegado del campo.
Nunca olvidaré las personas que pasaron por mi casa. Ellos fueron mis amigos y mis maestros en cosas de campo y hasta en filosofía de la vida: Juan Paniagua, Heriberto Bello, Aristóbulo Velásquez, Florencio Dorado, tantos otros. Los tengo presente a todos, con sus rostros serios o taimados. Más que a ninguno al que creció conmigo, Juan Chiclana, de recuerdo y amistad imborrables. Junto a ellos aprendí a mirar el campo, a conocer sus trabajos y sus secretos; el nombre de cada yuyo, los pelos de los caballos, las gracias de las comparaciones. También a sufrir callado y a conformarse con lo que venga.
A los 12 años (1927) ingresé como pupilo en el Colegio Euskal-Echea, de Llavallol. Al principio sufrí lo indecible, pero, poco a poco me fue absorbiendo el ambiente. El dolor se repetía todos los años al final de las vacaciones que, sin excepción, pasé en el campo. En ese colegio cursé el quinto y sexto grado y todo el bachillerato. Allí también se despertó mi vocación poética. Lo primero que escribí fue un largo poema gauchesco en cuartetas, Destino Gaucho,  que corría de mano en mano, subrepticiamente, en las horas de estudio. Mis lecturas, en general, eran malas: los libros que encontraba en la biblioteca y algunas novelas que entraban de contrabando. Me salvaba en los poetas: clásicos castellanos y algunos románticos franceses.
Tuve un profesor de literatura, el padre Bernardino de Estella, que me dio buenos consejos, que no siempre aproveché. Ningún compañero de vocación literaria, pero sí excelentes amigos.
Finalizados los estudios secundarios, partí para el campo. Mi familia se había instalado nuevamente en San Eladio. Esta época está fijada en el poema así llamado que apareció en “Región de Soledad”. Allí estudié, malamente, el ingreso a la Facultad de Derecho, completamente absorbido por la poesía. Escribía mucho y muy mal. Me daba cuentan de ello, de la falsedad de los temas, del mal empleo de las palabras, del desconocimiento del idioma. Aprobé el ingreso a la Facultad mencionada, pero me resultaron muy penosos los estudios jurídicos, que abandoné en 1936, para pasar a la Facultad de Filosofía y Letras, donde me gradué en 1942.
De ese tiempo conservo algunos buenos recuerdos. Mi reconocimiento de estudiante se detiene en los nombres de Carmelo M. Bonet y José María Monner Sans.
Desde 1936 he estado poco en el campo. Incorporada mi vida a la ciudad, me acostumbré a quererla y comprenderla. Para ella será seguramente, la segunda parte de mi canto.
Mi primer libro, “Poema de Arroyo y Alma”, apareció a fines de 1937. lo había escrito de un tirón en San Eladio durante las vacaciones de julio. El poema se quedó en el propósito por precipitado y entusiasta. Pero tuvo el mérito de indicarme el rumbo del pasado, donde después se ha gestado toda mi obra.
 En 1941, “El Arroyo Perdido” señala una época de transición, de búsqueda, de
afán de síntesis. Así como en el primer libro pudo haber influido un poco el Bernárdez de El Buque, en éste tal vez, haya ocurrido otro tanto con el Molinari de Elegía de las Altas Torres. En el fondo no fue más que postura. Entonces, yo ya sabía que mi mensaje era distinto al de todos
Por fin, en 1943, “Región de Soledad” reúne bajo su título unos cuantos poemas donde mi voz se aclaraba.
No he pertenecido a ningún cenáculo literario, a ninguna agrupación de poetas jóvenes, ni he colaborado en ninguna de sus revistas. Mi primera colaboración apareció en La Prensa (…). Desde entonces sigo publicando regularmente en ese diario.
Con “Lejanía” (1945) se cierra el ciclo de los recuerdos de la infancia. Sin prisa, y ya al margen de ciertas inquietudes, dejo en él todo lo auténtico que quedó en mi alma. Y después será lo que la vida quiera.”
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Al informe del propio autor, que podemos fechar hacia fines de 1945 o principios de 1946, debemos agregar entre sus títulos: “La Pampa” (antología, 1946), “Soliloquio” (1947), “Campo de Buenos Aires” (1948), “Juan Nadie – vida y muerte de un compadre” (1954) y “La influencia del arrabal en la poesía argentina culta” (ensayo, 1955).
Con respecto a los juicios de valor que él agregó a cada libro, decimos nosotros con respecto de su “Campo de Buenos Aires”, que es su libro más criollo, más paisano; en él brilla con luz propia en la pintura, la descripción, los detalles, de la vida de la campaña bonaerense que vislumbró y conoció en los años de permanencia en la Estancia “Martín Chico”, de Verónica, entonces partido de Magdalena. Dicha obra, lo pone en lo más alto de la poesía gauchesca del siglo 20, esa… que aún está esperando al académico, al investigador que la estudie, la desmenuce y  ponga en el sitial que le corresponde en la literatura argentina.
Casi con seguridad es por éste libro, que cuando el hoy inexistente Instituto de Literatura bonaerense comenzó el ambicioso proyecto de publicar obras vinculando a un poeta con un “pago” o región, se le encargó a Ángel Mazzei la realización de la obra “Etchebarne y La Magdalena”, cuaderno que lleva el número 11 en esa invalorable colección.
En lo que hace a distinciones, su libro “Lejanía” recibió el Premio Municipal de Poesía del año 1945, y a su vez la SADE lo consideró uno de los 10 mejores del año; y a su vez “Juan Nadie” mereció el Tercer Premio Nacional de Poesía por el trienio 1953/6.
Además de las colaboraciones a La Prensa, también lo hizo con el diario La Nación donde publicó las columnas tituladas “Librería de Viejo”, en la que aparecieron artículos como “La Estancia en la literatura”, “Indios, fortines y malones”, “Benito Lynch y la reiteración de un desencuentro”, y “Antología de los Barrios” donde contaba historias como “La ciudad emancipadora”, entre muchos más.
También sabemos que hacia 1953, para Editorial Alpe, dirigía la “Colección Porteña”.
Miguel Etchebarne estaba casado con la misionera Dora Pastoriza, como él, egresada de la Facultad de filosofía y Letras de la UBA; escritora ella también, especializada en literatura infantil y narración oral, aunque en nuestra biblioteca tenemos un libro suyo titulado “Elementos Románticos en las Novelas de Ricardo Güiraldes” (ensayo, 1967). Era el domicilio familiar: Arenales 2620, en Buenos Aires.
Su muerte aconteció a los 58 años edad, el sábado 6/10/1973, en la provincia de Buenos Aires. Nos hemos tomado el trabajo de revisar los avisos fúnebres y crónicas necrológicas publicadas entonces en los medios de la época, y para nuestra sorpresa, la información se repite como calcada, sin brindar datos sobre el deceso, como si hacia todos lados se hubiese distribuido una gacetilla informativa. De allí se desprende que sus restos fueron velados a las 10.30 de horas en Marcos Paz, recibiendo sepultura en el Cementerio de dicha localidad el domingo 7.
Por algo será que al evocar al poeta en una nota titulada “Recuerdo de los versos de Etchebarne”, publicada en el prestigioso “La Nueva Provincia” el 29/01/1981, Roque R. Aragón cierra su texto diciendo: “Algún día habrá que hablar del desgraciado final que tuvo”. Ya han transcurrido 39 años y en la averiguación andamos.
 De su último libro “La influencia del arrabal en la poesía argentina culta” (ensayo, 1955), enjundioso trabajo que hay que saber que corresponde a la tesis doctoral que le llevó diez preparar y con la que se doctoró en Filosofía.
Y “Juan Nadie – vida y muerte de un compadre”, es su único libro que ha sido reeditado. Dicho motivo valió un acto homenaje en la Biblioteca Nacional, en el que expusieron Félix Luna, León Benarós y Antonio Requeni. A posteriori, en los comentarios de Clarín, Hilda Guerra escribió: “Alguna vez dijo Borges que Juan Nadie era la epopeya de un Martín Fierro de suburbio. Lo que Hernández había hecho para el gaucho, Etchebarne lo hizo para el compadre al mostrar su vida y muerte.”. Hay una perfección poética en esos versos que hace encantadora la lectura.
En el ambiente de la gauchería, fue la voz de Alberto Merlo quien con “Mensual de campo” y “Capataz de tropa” lo acercó a los fogones donde los degustó el paisanaje.
Grande ese Miguel Domingo Etchebarne tan identificado con mis pagos. ¡Un poeta mayúsculo!
La Plata, 1º de Septiembre de 2012


(Publicado en Revista "El Tradicional" Nº 108,  de 11/2012)                

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