sábado, 26 de noviembre de 2016

DON ROBERTO, SEÑOR DE TRAPALANDA

Un joven Roberto en su primera
estada entre nosotros
Ochenta años atrás, el 20 de marzo de 1936, de una repentina neumonía moría en su habitación de pasajero del Hotel Plaza de la ciudad de Buenos Aires, el “gaucho escocés” D. Robert Bontine Cunninghame Graham, o más llanamente entre nosotros “Don Roberto”. Pocos días antes había regresado a las tierras del Plata, con dos motivos latentes: visitar la casa donde naciera y pasara la infancia su gran amigo, Don Guillermo Hudson (que había fallecido 14 años antes), y conocer los famosos “Gato” y “Mancha”, sus admirados caballitos criollos, con los que su también amigo Aime Tschiffely, había unido las Américas a uña de caballo.
Pudo cumplir el primero de sus deseos, y así fue que visitó en Florencio Varela el predio de “Los 25 Ombúes” y conoció el Museo en que se convirtió la casa original que habitara Hudson. Pero no pudo cumplir con el segundo, como que a los 84 años, sin previo aviso, lo sorprendió la muerte antes que emprendiese viaje hacia “El Cardal” de Solanet, en Ayacucho, para poder allí palmear a los nobles pingos que lo maravillaran con su hazaña.
Eso sí, cuando sus restos fueron trasladados en solemne caravana hacia el puerto porteño para emprender el viaje final a su natal Escocia, “Gato” y “Mancha” escoltaron al coche fúnebre que lo transportaba.
Antes de emprender el viaje que lo volvería al Plata, se había preocupado por carta, por conocer el estado de ambos caballos, preguntando como pasaban sus días, como los alimentaban, si estaban protegidos…, y cuando le informaron que desarrollaban su ahora descansada vida en el parque del casco de la estancia, y de las “comodidades” con que contaban, recién quedó tranquilo. Él, como especialísimo presente, les traía en una bolsita de seda bordada, unos puñados de avena de su patria escocesa.
Le apasionó la aventura, el viajar a lugares desconocidos y saber de otras culturas; le apasionó la política, campo en el que a pesar de su “sangre noble” abrazó los ideales socialistas y del nacionalismo escocés, bregando por la educación pública y la jornada laboral de 8 horas (todo un adelantado!). Pero más le apasionaron los caballos, y dentro de estos sus predilecciones estuvieron puestas en los caballos criollos.
Casualmente, poco antes de su deceso, le había contado a un periodista: “…hemos fundado la Asociación de Criadores de Caballos Criollos para proteger a este noble y simpático animal, echado a perder y en camino de su desaparición por el mestizaje. Con el mestizaje gana el caballito en pinta y rapidez; pierde en resistencia. El mestizo no sirve para los rodeos y las faenas generales de la estancia…”. (Dubini)
Este “gaucho escocés”, especialísimo y culto personaje, fue descripto por Solari Yrigoyen de la siguiente manera: “De escuálida figura, pose varonil sin ninguna similitud con lo amanerado, cabeza proporcionada con espesa cabellera que conservó en buena porción hasta sus últimos años; de frente ancha cuyas líneas se extendían hasta el mentón fino y anguloso, cubierta en su edad madura por una barba triangular. Su estampa arquitectural gótica, era propia del modelo de un Greco y de figurar entre las fisonomías de “El Entierro del Conde de Orgaz”.
Casi podría afirmar que la primera noticia sobre “trapalanda” la tuve leyendo a Don Roberto; la idea de ese idílico “cielo de los caballos”, conformado por una interminable llanura con abundantes pasturas, me caló hondo, al punto que la he tomado como “propia”, y suelo usarla o referirme a ella con frecuencia. Pero que mejor que leer lo que el mismo escribiera referido a como se compone ese cielo de: “…praderas en las que el pasto no se marchita y los arroyos no se secan nunca (donde los caballos ambularán a su antojo) liberados de la montura y sin ninguna espuela cruel que los apure.”. El paraíso de los caballos.

Fueron sus padres Anne Elizabet Fleeming y William Bontine, quienes tuvieron otros dos hijos: Charles (1853) y Malise Archibal (1860). Roberto había nacido en Londres el 24/05/1852.
La existencia de una abuela española que solía narrarles historias y aventuras en tierras de América, le allanó el conocimiento de la lengua y le despertó la curiosidad.
Llegó a estas playas del Plata por primera vez, en el navío “Patagonia”, hacia junio de 1870 con jóvenes 18 años, a raíz de que a su familia le interesó se ocupara en algo positivo y lo apoyó para que se asociara con los hermanos Edward y James Ogilvy, para hacer producir una estancia en la provincia de Entre Ríos, que aquellos ya tenían arrendada.
Su etapa vinculada a Argentina, Uruguay, Paraguay y Brasil, finaliza en 1883 cuando regresa a Inglaterra para ocuparse de cuestiones familiares y comenzar con su participación en la política, y posteriormente su actividad de escritor. Pero no fueron trece años de residencia permanente en la región, ya que en el medio hubo muchos regresos a Europa, entre ellos, el que en 1878 lo tiene contrayendo enlace en un registro civil de Londres, con la joven Gabriela de la Balmondiere de solo 18 años; tiene él 26.
Ninguno de sus emprendimientos comerciales en estas tierras terminó exitosamente si lo miramos desde el aspecto económico, pero todos fueron exitosos vistos desde la experiencia de vida y la aventura.
Por 1877 compra en poca plata la “Estancia Sauce Chico” en el sur bonaerense, ya que había sido devastada por un malón. Por entonces la región estaba prácticamente bajo el dominio aborigen, y a pesar que encara la difícil tarea con todo su empuje, no logra el anhelo de poblar, y debe escapar junto a dos compañeros buscando poner distancia con los indios. Llegan a la zona de la actual Mar del Plata, y de allí, bordeando la costa, logran orientarse para llegar a Buenos Aires. Esto me hace pensar que en su derrotero debieron cruzar por mis viejos pagos de la Magdalena.
Resumimos su amor por los caballos, con dos anécdotas. La primera la refiere Sáenz (h), y habla del caballo “El Blanco” que tuviera de su silla en Paraguay por 1873: “Sí que El Blanco era el tipo acabado del pingo criollo. Era gran nadador y para el lazo y todo trabajo del campo era muy superior. Una señora, hace poco, al hojear “Retrato de un Dictador” me preguntó: -¿Dónde está El Blanco? -No sé, de fijo en Trapalanda, sin duda, pero no estoy seguro en que potrero celestial. Pero, de una cosa estoy bien seguro: donde quiera que esté me espera. La buena señora abrió los ojos y dijo: -¿Cómo sabe Ud.? Le dije: por un telégrafo sin hilos que me suministra el Ministro de Correos de Trapalanda. De seguro la buena señora me tomó por loco… ¡Y yo, contentísimo…!”.
La otra, quizás más conocida, es la que relata cuando hacia 1885 aproximadamente, en un viaje que hiciera a Glasgow, encuentra atado a un tranvía y bastante indócil en los tiros, a un oscuro estrella blanca que reconoce como de la Estancia “Curumalán” de Eduardo Casey, al ver la E y la C entrelazada que conformaban la marca. Había pasado por la misma en viaje a Bahía Blanca, y como los gauchos de entonces grabó en su mente el dibujo del fierro. Enseguida ofrece al conductor, comprarlo, y la compañía no duda en vendérselo. De ahí en más y por muchos años será el caballo de su silla, al que bautiza “Pampa” y al que dedica en 1930 su libro “Los Caballos de la Conquista”. Tschiffely, su biógrafo, recordará que ese caballo fue “uno de los orgullos y de las alegrías de su vida”.
Aunque no se consideraba un escritor profesional, el crítico Herbert Faulkner West, opinó que “escribía con la naturalidad y felicidad con que andaba a caballo”. Acabada definición.

En sus variados escritos siempre encontró la excusa para referirse a los caballos, y así supo explayarse “…junto al caballo crecieron los hijos de los conquistadores. Ambos crecieron como si hubieran sido una sola carne y formaron una raza de centauros, siendo sus vidas tan inseparables que era difícil decir, cuando se desplazaban a través de las llanuras, donde terminaba el hombre y donde empezaba el caballo”. Y podemos admitir que remata, al publicar “Los Caballos de la Conquista”, con el siguiente pensamiento: “Yo, que como Hudson he montado cientos o quizás miles de caballos descendientes de los que pertenecieron a los conquistadores, he escrito este libro por gratitud”.
Sin duda que la vida lo trajo a morir a las tierras del Plata, porque como afirmó Sáenz (h), “sé que para él era uno de sus más legítimos orgullo, la vida de gaucho que durante varios años llevara…” entre nosotros, donde hizo público que había pasado los años más felices de su vida, por lo que estaba seguro que de volver a vivir, sería gaucho.
Cuando sus restos llegaron a Escocia, fueron sepultados en la Isla Inchmahome (Isla de los Descansos), donde ya reposaba su esposa. Allí, en su lápida, en lugar del escudo de nobleza de su familia, se grabó el dibujo de la marca de hacienda que registrara en Gualeguaychú en el inicio de su vida gaucha.
Todo un símbolo de este noble distinto que tanto se acriolló, que su título más preciado sería sin duda este que ahora le ofrecemos de “Señor de Trapalanda”, porque no dudamos se cumplió aquel deseo: “No permita Dios que vaya a un cielo donde no haya caballos”.
Buscando de ponerle a este recuerdo un paisano broche, nos parece oportuno ofrecerle a los lectores, el rescate de un casi desconocido poema que evoca a nuestro personaje, y que tomamos de una Revista Raza Criolla de hace 55 años.

DON ROBERTO, EL RESERO

Señor de airón con divisa
y estandarte medieval
en castillo con almenas
y torre de homenajear,
y con pátinas de siglos
sobre el arco del portal,
marcando cuatro cuarteles
el escudo familiar…

Patrón de estancia en la pampa,
fogón y puerta imparcial
donde a nadie se pregunta
quién es, ni hacia dónde va…
Patrón de estancia con foso
y mangrullo para otear
y con su marca estampada
sobre el arco del portal…

Señor de mano pulida
luciendo en el anular
la sortija hereditaria
de reyecía feudal…
Mano de hombre de a caballo
la que saluda cordial,
la manija del rebenque
suspendida en el pulgar.

Jinete de sangre pura
galopando en Hyde Park,
o resero de novillos
sobre su criollo alazán,
desde el chambergo a la espuela
y de la espuela al pretal,
prestancia de señorío
y arrogancia gaucha al par.

Bien haya tu pecho amigo
que también supo acordar
guitarra de payadores
con los gaiteros del “clan”,
el “kilt” de los escoceses
y el flotante chiripá,
el “che” de la tierra nuestra
con el Mac de los Highlands…

bien haya tu nombre hermano,
que grabado debe estar
en algún mate de plata
o en la hoja de un puñal…
O bien tu golilla blanca
con la discreta inicial
de quien lo bordó en realce
“nunca te podré olvidar”…

Y así como allá en la pampa,
tras el duro trajinar
descansabas en tu poncho,
tendido en el gramillar,
tal quisiste Don Roberto,
dormir en la eternidad,
reclinada tu cabeza
en tu poncho balandrán…

Patrón del castillo Ardoch,
tropero de sangre real,
príncipe de poncho al viento
y el redomón alazán…
Sobre tu tumba en Escocia,
no me habría de asombrar
que hiciera nido un hornero
y que cantara un zorzal…

Versos de Bartolomé Gutiérrez
La Plata, 17 de Junio de 2016


BIBLIOGRAFÍA BÁSICA

+ Los caballos, la gran pasión de Don Roberto, por Luis Dubini – Revista El Caballos N° 82 (11/1950)
+ Algo más sobre Don Roberto B. Cunninghame Graham, por Justo P. Sáenz (h) – Revista Raza Criolla N° 33 (7/1952)
+ Semblanza de un criollo inglés, por Edelmiro Solari Yrigoyen – Revista Raza Criolla N° 36 (8/1954)
+ Recordando a sir Roberto Cuninghame Graham, por Raúl H. Freire – Revista Raza Criolla N° 50 (6/1961)

+ El Escocés Errante – Vida de R. B. Cunninghame Graham, por Alicia Jurado – (2da. Edición, 2001)

(Publicado en www.eltradicional el 7/09/2016)

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