Antes que los libros tuve los
ejemplos de la vida, y en ellos, los de mis mayores.
La suerte de haber crecido con una
fuerte vinculación al medio rural, me permitió saber ciertas cosas que después
volví a encontrar en la lectura.
Jamás en esos años de la infancia y
adolescencia (décadas del 50/60) vi un paisano que ensillara en yegua para
“dominguera”, cumplir con una visita o concurrir a alguna fiesta. Si lo vi en
las tareas del diario chacaneo: arrimar la majada al coral de las casas,
apartar el tambo, tirar de algún rastrín a la cincha, etc.
Por supuesto que el lugar propio y
reconocido de la yegua han sido las
varas de un sulky o un carro, y así también la digna tarea de “madrina”, como
asimismo la más sufrida función en los pisaderos de barro en los hornos de
ladrillo.
Lo antes dicho no quita que siempre
haya habido alguna que por su ligereza y condiciones, se cuidase como
“parejera”. En mi familia la hubo, era picaza y se aprontaba lindo en tiros
cortos.
Dándoseme por repasar la colección
de la Revista
“El Chasque Surero”, encontré en el número 8 del 6/95, el refrán referido a que
“El
hombre que anda en yegua no sirve para testigo”, con su respectiva
explicación, brindada nada menos que por Rodolfo Ramos en base a lo que le
narrara D. Máximo Aguirre (¡pavada de notables!), donde se remonta el origen
del mismo a la península ibérica, y se explica que en la
Edad Media , los varones de la nobleza, al
cumplir la mayoría de edad eran ordenados caballeros, lo que recién entonces
les permitía montar en caballo macho y entero, posibilidad negada al pueblo
vulgar (la plebe); éste, tan solo podía montar en yegua.
Casualmente Don Justo P. Sáenz (h)
en su consistente “Equitación Gaucha”, comenta “que el prejuicio existente
entre los caballeros ibéricos del s. XV, que los hacía considerar altamente
deshonroso el montar en yegua, es otra de las viejas costumbres españolas que
ha perdurado en nuestras campañas”.
Lo cierto es que me recordó
conversaciones al respecto, de esas que a menudo se suelen dar entre los que
nos consideramos entusiastas de preservar nuestras tradiciones. Y así vino a mi
memoria un multitudinario desfile en La Plata , en 1981/1982 (ambos muy concurridos),
cuando crucé cordiales palabras con un paisano salteño quien se asombraba que
de la gente de estos lares ninguno ensillaba en yegua, cosa que él en su pago
hacía frecuentemente. Lo mismo un amigo bonaerense (que casualmente frecuenta
mucho el movimiento tradicionalista de Salta y Jujuy), quien no solo no tiene
inconveniente en hacerlo sino que lo entiende correcto.
Al correr de los ejemplares,
encuentro la clara nota del Dr. Carlos Lunardi incluida en el número 23 del
9/96, a propósito de una presentación ocurrida en el predio de la Rural de Palermo en la
exposición de ese año, donde en el concurso de recados hubo quienes se
presentaron ensillando yeguas “en una frívola actitud antitradicionalista” y
violando inclusive el Reglamento del 63° Concurso de Caballos de Silla, acota
el articulista.
................
Nadie dice que sea mejor ensillar un
macho castrado (al que habitualmente denominamos “caballo”), que una yegua,
pero ocurre que si nos decimos tradicionalistas y queremos conservar el acervo
de nuestros mayores, debemos ensillar caballos; si hacemos lo contrario estamos
provocando una variación del hecho tradicional, y éstas (las tradiciones),
casualmente no surgen por generación espontánea o porque un grupo de personas
nos propongamos variarlas. Para ser tales necesitan de la amalgama del tiempo y
la aceptación de la comunidad donde el suceso se produce.
Por supuesto que no faltará quien
diga “yo conocí…” o, “mi abuelo nombraba a fulano que ensillaba en yegua…”,
pero sépase entonces que siempre existe la excepción a la regla, y que el hecho tradicional se sustenta en generalidades
y no en sucesos aislados.
Como bien opina Lunardi, la costumbre es propia de la “región
pampeana”, y es indudable que permitió acentuar dicho perfil la
impresionante cantidad de manadas que antaño poblaban la llanura -aseverado por
cronistas de época-, lo que facilitó elegir a lujo y antojo. Y ya que hablamos
de “cronistas”, valga una breve cita: Alejandro Gillespie, en “Observaciones
Coleccionadas en Buenos Aires y el Interior de la República ”, que apuntó
hacia 1806 y publicó doce años después, cuenta: “Las yeguas del país rara vez
se ensillan o se dispone de ellas, sino que se conservan para cría y fines
agrícolas”.
Aportando un dato curioso, un caso
antológico del uso de yeguas como animal de silla lo da el ya citado Sáenz,
cuando en su novela “Los Crotos” (recomendable lectura) ubica a uno de estos
(un personaje secundario que jugará un importante papel cuando el desenlace),
movilizándose con una tropilla de yeguas. Recordemos también que era “un
croto”.
Por otro lado, Guillermo House,
escritor que no es moco é pavo, en su obra “La Tierra de Todos”, en una
muy campera forma expresiva hace decir a un personaje que sigue una huella: “-Tiene razón, amigo -sonrió Garay-. Ya se lo digo en dos palabras. Vide que era
mujer porque el rastro’e los pieses descalzos era chiquito y junto a los
talones no había marca’e rodaja. No podían ser pieses de niño (pongo por caso)
ya que asentaban juerte en el suelo, con peso’e persona mayor. Y,
levantándose terminó: -Ahura, dígame, pa’
que no se vaya con las ganas… ¿Vido usté
alguna vez un gaucho que muente en yegua?
…………
Por mi parte no puedo ni debo
ocultar que en mi niñez me hice -más o menos- de a caballo en una petiza
doradilla llamada “La
Guitarra ”, y que luego ensillaba una yegua malacara de nombre
“La Ñata”; pero la primera vez que con mi padre salí para un desfile del Día de
la Tradición ,
en La Plata ,
ensillaba un hijo de la segunda, un zaino que me será inolvidable, al que
habíamos bautizado “El Ciruja”.
(Levemente aumentada
y modificada con respecto a la primera versión publicada en 2001)
Nota publicada por: "Periódico El Resero" Nº 9 ( 8/2001); Revista "Campo Afuera" Nº 1 (1/2002); Revista "Manos Artesanas" Nº 1 (5/2004), y Revista "El Tradicional" Nº 94 (3/2010)
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