miércoles, 29 de agosto de 2012

ADOLFO GÜIRALDES: sus 80 criollos años


Criollo se nace. El ser criollo se trae en la sangre: es como una herencia que marca y decide un destino. Por eso, de la misma manera que la nobleza ha autodefinido su linaje como “de sangre azul”, bien podemos afirmar nosotros con respecto de un buen criollo: “¡de sangre gaucha!”
(Quizás valga aclarar para no confundir, que a los primeros descendientes de los conquistadores nacidos en suelo americano se los denominó: mancebos -por las concubinas aborígenes-, hijos de la tierra, y así ¡criollos!; y dos centurias después, ya independientes en su forma de vida, dominadores del medio y definidos en sus caracteres, fueron aquellos, el gaucho, condición ésta que lo trascendió al conocimientos universal.)
Y de esta estirpe, que es a la vez linaje de pueblo, es Don Adolfo José Güiraldes, un campero cien por cien, que es criollo y gaucho no solo por la tradición de un apellido ilustre vinculado al campo, sino por sus condiciones, su forma de ser y su  sentir meditadamente “criollo hasta el tuétano”, según el decir campero de nuestros mayores cuando de enraizar una definición se trataba. (Hasta la médula, diríamos hoy).
Basta verlo a Don Adolfo para tenerse la certeza de su criollismo.
Curtidos el rostro y las manos por soles, le enmarca la boca un bigote cano que se resbala natural más allá de la comisura labial. Y protegida por la enramada hirsuta de las cejas, se expresa la mansa mirada, que es a la vez escrutadora y atenta, capaz de obtener -luego de sutil observación-, una atinada y acertada definición; virtud ésta propia del hombre de campo acostumbrado a mirar lejos, con detenimiento, sin apuro, paseando la vista de hito en hito, justamente en esos que pasan inadvertidos para los ojos del profano.
Si a su nacencia nos atenemos, “porteño” lo definiríamos, como que hace 80 años -
de allí el por qué de esta evocación-, vislumbró la vida en la Ciudad de Buenos Aires, el 10 de octubre de 1912, en el seno del hogar de la familia Güiraldes-Videla Dorna (José Antonio y Elsa), núcleo que se conformaría con cuatro hijos, una mujer y tres varones. Y era aquella una situación propia de muchas familias tradicionales, que al poco tiempo, con el niño en brazos volvían a la estancia -“La Porteña”, en este caso-, retornando parte de la familia a la ciudad cuando los niños llegaban a la edad escolar, regresando al campo por todo el período vacacional. Así durante la primaria y los estudios secundarios. Luego, algunos seguían por los claustros universitarios, y cualquiera fuera el rumbo futuro y profesión abrazada, quedaban para siempre marcados por ese invisible e indisoluble sello que le imprime la vida campera a sus hijos.
Y tan marcado se sintió Don Adolfo que con la vida de la estancia, se quedó para siempre.
Pero, mentar a un Güiraldes y no caer en el obligado lugar de evocar a Don Ricardo, es imposible. Y si a los vínculos familiares añadimos los del espíritu, necesario resulta mencionarse el aprecio del niño Adolfo, que se vuelve en algo así como “la sombra” del respetado y admirado tío Ricardo.
Valga recordar entonces, que cuando el último viaje a Europa del gran escritor, allí estaba nuestro personaje junto a los suyos, acompañándolo en el París de sus últimos días, velando, junto a la cruel enfermedad que le obligara a cerrar los ojos un 8 de octubre, dos días antes que el jovencito Adolfo cumpliera 15 años.
Mencionar al tío, le hace evocar, nostálgico, una anécdota que le gusta repetir. Aquella que cuenta que cuando con el “Don Segundo Sombra” ya editado, se acercó Ricardo, con un ejemplar dedicado en la mano, a Don Segundo Ramírez, y palabras más, palabras menos, le dijo: -Don segundo, en este libro hay cosas que usted hizo y otras que no”; a lo que el viejo resero repuso: “…pero que las podría haber hecho…”. Y se sonríe Don Adolfo con el recuerdo.
Y esto lo hace retrotraerse a los tiempos de sus mocedades, cuando al igual que el Fabio Cáceres de la novela, supo entreverar resereadas junto a la presencia protectora del criollo resero Don Segundo.
Y aunque la de Don Adolfo no es una vida pública de espectáculos y estrados, debió y supo desempeñarse en 1939 -junto a dos aparceros de sus Pagos de Areco-, en la organización de los aspectos camperos de la celebración de los primeros festejos del “Día de la Tradición”, cuando tras la promulgación en la Legislatura provincial como Ley 4756, del proyecto presentado el 14/06/1938 por la platense Agrupación Bases, se decidió concretar los mismos “en el Parque Criollo Ricardo Güiraldes de San Antonio de Areco”.
Por entonces, Don Adolfo, con camperos y curtidos 27 años, se encontraba trabajando fuera de la provincia desempeñándose como encargado de estancia, mientras que su padre -Don José- ocupaba la Intendencia de Areco; y fue que al llamado de éste bajó al Pago para aportar su trabajo a la realización y brillo de la fiesta, aquella que en los volantes de la época se designaba como “del año jubiloso de 1939” y agregaba el texto: “Festejar las tradiciones significará glorificar la historia”.
(Y dicen en el Pago los memoriosos, que aún hoy resuenan los ecos de lo que fue aquella fiesta).
Mas no fue aquel el único acontecimiento del que organizatívamente participara, ya que al celebrar San Miguel del Monte -su Pago adoptivo- en 1979, el bicentenario de su fundación, fue requerida su presencia para dar forma y concreción a los aspectos tradicionalistas de dicho fasto.
Nombramos a San Miguel del Monte y le llamamos “su Pago adoptivo”, y mucho de cierto hay, pues que aquí reside desde hace algo así como un cuarto de siglo, ocupando y trabajando agropecuáriamente los potreros de su establecimiento “El Zorro”, lindo retazo que ayer integrara “Contreras”, la estancia materna. Allí vive junto a su esposa y consecuente compañera de actividades, Natalia Lenonn, y Juan Cruz, el mayor de los siete hijos de esta unión.
Más allá de la nombradía de su apellido, Don Adolfo, como hombre abocado a su familia y sus actividades diarias, bien podría haber pasado inadvertido más allá de su ámbito natural, como que en la provincia y en el país hay muchos hombres camperos que al no buscar “fama”, transitan su vida de “desconocidos” para la generalidad de la población. Pero la vida le tenía preparada una sorpresa, que en definitiva lo trascendió más allá de las fronteras patrias.
Muchas veces a partir del año 30 -quizás 8, tal vez 10-, se había intentado a través de distintos proyectos, llevar a la realización cinematográfica la novela “Don Segundo Sombra”, naufragando dichos emprendimientos ante la negativa familiar, temerosa ésta de ver malogrado el notable relato.
Pero los rumbos cuadran para las cosas buenas, y un día, el director Manuel Antín escuchó de boca de Esmeralda Almonacid de Carballido (descendiente de Güiraldes): “-Usted es la persona indicada para hacer en cine Don Segundo Sombra”. Y fue así que el hijo adoptivo de Ricardo, Ramachandra Gowda, firmó los derechos. Mas no termina allí lo que nos interesa contar. Falta un último detalle y a este encaramos.
Doña Adelina del Carril, viuda de Güiraldes, ferviente defensora y difusora de la obra de Ricardo, había hecho público en vida, que si algún día se filmaba la película, debería ser Adolfo el asesor de los aspectos camperos. Y no paró allí la cosa, ya que para la acertada apreciación de Antín, Don Adolfo daba la estampa justa del personaje literario a llevarse al cine. Y a no dudar que aquella decisión fue una “pegada”, una contribución valiosísima para reafirmar la autenticidad que se respira en la película filmada en 1969. y sabe una cosa? Don Adolfo resultó el actor perfecto para la perfección de una obra literaria que pasó a la pantalla con justo respeto por el libro y el brillo propio de un buen cine argentino asentado en los valores de la propia cultura.
Y allí, en el centro, él: Don Adolfo de Areco, Don Adolfo de Monte. ¡Don Adolfo Güiraldes!; el mismo que eligió vivir a lo criollo, y que hace ya 80 años que está satisfecho de vivir como vive, la vida que eligió.
La Plata, octubre de 1992

(Publicado en La Hoja del Lunes, semana del 19 al 25/10/92, periódico de S. M. del Monte)

 PD: Don Adolfo Güiraldes falleció el jueves 12/09/2002, a los 89 años de edad, recibiendo sepultura en el Cementerio de San Miguel del Monte.
De la necrológica de La Nación, copiamos: “Quizás en la despedida el viento traiga un estilo y tras el responso parezcan oírse aires de milonga, porque ésa fue una de las principales compañías que tuvo en vida.... (…) Bailó, guitarreó, cantó, animó con naturalidad la rueda de fogón tradicional, galanteó la reunión social y despertó la curiosidad por el pasado costumbrista del país. Conoció bien lo que es el gaucho devenido en paisano de estancia, amparó desprotegidos, fue aplomado patrón de estancia y uno más en el rodeo.”

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